La campaña de verano 2025 en Bolivia registró una producción histórica de soya con 2.6 millones de toneladas, consolidando al país como un actor clave en la agricultura regional. Sin embargo, esta bonanza está amenazada por la inestabilidad en el suministro de diésel, esencial para la maquinaria agrícola. La siembra de maíz, trigo y chía también marcó cifras significativas, ampliando la canasta agroexportadora. Entre récords productivos y desafíos logísticos, el campo boliviano transita una fase crítica que definirá su competitividad futura.
Fecha:Friday 11 Jul de 2025
Gestor:INSTITUTO IDIAT
La campaña de verano 2025 ha dejado cifras sin parangón para el agro boliviano: 2.6 millones de toneladas de soya cosechadas, el volumen más alto en los últimos diez años. Este hito, reportado por la Cámara Agropecuaria del Oriente (CAO), no solo representa un alivio para los productores que venían enfrentando temporadas marcadas por sequías e inestabilidad, sino también una muestra clara del potencial agrícola del país. La región de Santa Cruz, epicentro de esta hazaña, se consolidó como el motor productivo, beneficiada por lluvias oportunas y una adecuada planificación.
El rendimiento promedio por hectárea también superó las expectativas, gracias al uso de variedades adaptadas y tecnologías de cultivo más eficientes. El sector agroindustrial celebró el cierre de esta campaña con optimismo, considerando que la soya es uno de los pilares de la economía nacional. Además, esta producción récord refuerza el perfil exportador de Bolivia, incrementando los ingresos por divisas y fortaleciendo las cadenas de valor asociadas al grano, como el aceite, la torta de soya y el biodiésel.
Además del éxito sojero, la campaña de verano 2025 fue testigo de una siembra significativa de otros granos esenciales. Según la CAO, se cultivaron 830 000 hectáreas entre maíz, trigo y chía, destacando un viraje estratégico hacia una mayor diversificación productiva. El maíz, en particular, vio un incremento del 18 % respecto a la campaña anterior, impulsado por la demanda interna para consumo humano y animal. Por su parte, el trigo mantuvo su ritmo ascendente, alentado por políticas públicas de fomento y compras estatales.
La chía, aunque con menor superficie, ha consolidado su espacio como cultivo de nicho con alto valor agregado. Su presencia responde a la tendencia global hacia alimentos funcionales, abriendo nuevas oportunidades de exportación. En conjunto, estos tres cultivos complementan la hegemonía sojera, aportando estabilidad a la matriz agrícola del país. Además, permiten distribuir mejor los riesgos climáticos y económicos, al depender de diferentes ciclos de siembra y tipos de mercado, tanto doméstico como externo.
Pese al logro agrícola, los productores enfrentaron un obstáculo crítico durante la campaña: la escasez de diésel. Las dotaciones irregulares del combustible, necesarias para las cosechadoras, tractores y transporte de granos, amenazaron con paralizar temporalmente las labores en campo. Muchos agricultores debieron reorganizar sus jornadas o pagar sobrecostos en el mercado negro para abastecerse. Esta situación generó incertidumbre en el corazón mismo del proceso productivo, afectando el rendimiento logístico de la cosecha.
La falta de previsión estatal y los cuellos de botella en la cadena de suministro energético evidenciaron una debilidad estructural. El modelo agrícola boliviano, altamente dependiente de subsidios y control estatal sobre los combustibles, mostró su fragilidad ante tensiones externas y falta de planificación. Si bien el gobierno ha prometido medidas para normalizar el abastecimiento, los gremios productivos exigen soluciones estructurales que garanticen el suministro continuo de energía en futuras campañas agrícolas.
La cosecha récord ha tenido un efecto inmediato en las proyecciones de exportación del país. Con mayores volúmenes disponibles, las industrias agroexportadoras han comenzado a cerrar contratos con compradores de mercados tradicionales como la Comunidad Andina, además de fortalecer vínculos con nuevos destinos en Asia y Medio Oriente. Los ingresos por exportación de soya y sus derivados podrían alcanzar los 1.500 millones de dólares en 2025, aportando significativamente a la balanza comercial nacional.
Asimismo, la capacidad industrial de procesamiento ha sido clave para generar valor agregado y empleo. Plantas de extracción de aceite y refinamiento han operado a plena capacidad, impulsando también la producción de subproductos como harina proteica para alimentación animal. Esta dinámica demuestra que la soya no solo es un cultivo agrícola, sino un complejo agroindustrial que impulsa el crecimiento económico. Sin embargo, este auge depende en gran medida de condiciones logísticas estables y del acceso fluido a los puertos de exportación.
El transporte de los 2.6 millones de toneladas de soya y demás granos requiere de una infraestructura eficiente, aspecto que sigue siendo una de las mayores limitantes del agro boliviano. Muchos caminos rurales permanecen en condiciones precarias, afectando el traslado desde los centros de producción hasta las plantas industriales y terminales de exportación. En épocas de lluvias, algunos tramos son prácticamente intransitables, lo que incrementa los costos logísticos y reduce la competitividad.
A esto se suma la necesidad de optimizar las conexiones fluviales, en especial por la hidrovía Paraguay–Paraná. Bolivia requiere mayor inversión en puertos fluviales, barcazas y sistemas de almacenamiento para asegurar que el grano llegue a mercados internacionales con menores costos. Aunque existen planes gubernamentales para mejorar la conectividad, la ejecución de obras sigue siendo lenta. La infraestructura debe acompañar el crecimiento agrícola para evitar que los avances en productividad queden ahogados en cuellos de botella logísticos.
Uno de los factores decisivos en el récord alcanzado fue la adopción de tecnologías agrícolas. Desde semillas mejoradas hasta drones para el monitoreo de cultivos, los productores incorporaron herramientas modernas que permitieron mayor eficiencia. Empresas agroindustriales y asociaciones de productores promovieron la capacitación y digitalización del agro, en especial entre medianos y grandes empresarios rurales. El uso de sistemas de riego tecnificado y aplicaciones móviles para el control de plagas y clima fue cada vez más común.
Esta modernización no solo incrementó los rendimientos por hectárea, sino que permitió mitigar riesgos asociados al cambio climático. Los productores que invirtieron en innovación lograron mejores resultados frente a condiciones climáticas adversas. No obstante, existe aún una brecha tecnológica importante en el pequeño productor, que requiere mayor apoyo estatal, créditos accesibles y capacitación para sumarse a esta transformación del agro boliviano.
El papel del Estado ha sido clave para viabilizar esta campaña, a través de subsidios a combustibles, semillas y créditos agrícolas. Sin embargo, este apoyo ha generado un modelo de producción altamente dependiente de la intervención pública, lo que plantea desafíos a largo plazo. Muchos sectores productivos advierten que, sin una estrategia de transición hacia un modelo más autosostenible, cualquier tensión fiscal o política puede poner en riesgo toda la cadena agroalimentaria.
Además, la política de precios y cupos de exportación aún presenta obstáculos para la libre comercialización de granos, afectando la predictibilidad del negocio agrícola. El reto para el Estado será diseñar políticas que fortalezcan la productividad sin distorsionar el mercado ni frenar la inversión privada. La seguridad jurídica, la simplificación tributaria y el respeto a los contratos son condiciones indispensables para sostener este auge productivo.
Más allá del comercio exterior, la producción de maíz y trigo cobra relevancia en la estrategia nacional de seguridad alimentaria. Bolivia enfrenta el desafío de abastecer a su propia población con precios accesibles, sin depender excesivamente de importaciones. El incremento en la siembra de estos cultivos apunta a fortalecer reservas estratégicas y reducir la vulnerabilidad frente a shocks internacionales de precios o conflictos geopolíticos.
Las autoridades han anunciado la creación de silos públicos y alianzas con productores para asegurar una parte de la producción para el consumo interno. No obstante, aún hay brechas en almacenamiento, transporte y coordinación interinstitucional que dificultan una política alimentaria integral. El equilibrio entre exportar y garantizar el abastecimiento nacional será un tema recurrente en la agenda del agro boliviano en los próximos años.
La campaña de verano 2025 ha marcado un punto de inflexión para el agro boliviano. Con una producción récord de soya, avances en diversificación y una industria agroexportadora dinámica, el país está ante una ventana de oportunidad. Pero también emergen desafíos estructurales que deben abordarse con urgencia: infraestructura ineficiente, escasez energética, brechas tecnológicas y dependencia de subsidios.
El camino hacia un agro competitivo y sostenible pasa por políticas públicas coherentes, inversión privada fortalecida y un entorno institucional estable. La sostenibilidad ambiental, la inclusión del pequeño productor y la adaptación al cambio climático también deben formar parte de la ecuación. El campo boliviano está demostrando su capacidad, pero necesita condiciones para convertir sus logros en una plataforma de desarrollo a largo plazo.